El 23 de julio Enrique Pillco Paz, reconocido músico y antropólogo cusqueño, hoy residente en Canadá, dio en su ciudad natal un concierto gratuito, titulado El Arte del Huayno, con el acompañamiento de su colega Alejandro Huamán Quispe. El evento se llevó a cabo en el salón Virrey del hotel Costa del Sol Wyndham Cusco, con gran concurrencia del público. La revista Cusco Social tuvo el honor de organizar el concierto. Aprovechamos la oportunidad para conversar con Enrique Pillco sobre su amplia trayectoria profesional y recorrer junto con él las complejas rutas de la música cusqueña.
¿Cómo se ha ido desarrollando su trayectoria musical y académica?
Cuando
nací, la música ya estaba a mi alrededor. Mi abuelo (Manuel Pillco Cuba) y mi
padre (Reinaldo Pillco Oquendo) eran músicos. A los seis años yo ya tenía el
violín en la mano. A los ocho estaba estudiando música con mi padre. A los
nueve tocaba con él en el Centro Qosqo de Arte Nativo, y a los diez conocía
todas las iglesias del Cusco, porque tocábamos ahí acompañando misas.
Interactué
mucho con la gente de generaciones mayores, algunas de esas personas han
cobrado hoy relevancia histórica, por ejemplo, Luis Aguirre, hijo de Juan de
Dios Aguirre, uno de los cuatro grandes de la música cusqueña. También llegué a
conocer al Maestro Roberto Ojeda Campana, quien falleció en 1983. Recuerdo al
pampapianista señor Celio Condori, quien tocaba en la iglesia de La Compañía,
era una persona muy discreta y sutil. Y, por supuesto, conocí al famoso Maestro
de Capilla de la Catedral, Maestro Ricardo Castro Pinto. Si bien, viví esas
experiencias desde los años 70, todos estos personajes pertenecían a la cultura
musical de la primera mitad del siglo XX y habían asimilado la tradición que
venía del siglo XIX.
De
ahí nació mi interés por entender a fondo nuestra tradición musical y a sus
portadores. Así, de manera espontánea, pasé de la música a la antropología,
antes de ingresar a la universidad. Conseguí una grabadora y un micro y empecé
a grabarlos, especialmente a mi abuelo. Una vez, en una fiesta de la Cruz, me
acerqué a él y empecé a hacerle preguntas. Luego seguía grabando sus respuestas
en su taller de San Blas. Mi abuelo era músico y pirotécnico a la vez. Lo
contrataban en las celebraciones patronales para hacer castillos, y también
para animarlas con su música, así que él siempre estaba en el centro de la
fiesta. Lamentablemente, en aquella época yo no era muy organizado, y de los
casets grabados solo conservé uno. Después esa grabación sirvió como base para una
investigación de la reconocida antropóloga Zoila Mendoza.
Desde entonces, yo ya tenía claro que el enfoque antropológico era necesario e ingresé a la universidad, sin que mis padres lo supieran. Di el examen por mi cuenta. Era un paso indispensable para entender a la sociedad cusqueña en la que vivía, pero, ante todo, para entenderme a mí mismo, lo que había experimentado como músico desde niño, incluidas las contradicciones que venían con esa experiencia. Así me dediqué a la antropología de la música y de los músicos.
¿Qué influencia ha tenido en su trabajo la tradición musical familiar?
Hubo
un episodio que marcó un antes y un después en mi vida. Sucedió en 1980, cuando
yo tenía nueve o diez años. Me llamó mi padre y me dijo que yo tenía que ir a
tocar con mi abuelo. Para aquel entonces yo ya había estado tocando en el
Centro Qosqo y en algunas iglesias. Emprendimos la caminata, llevando el arpa y
el pampapiano, que estaba sujeto en la espalda de un cargador, y yo traía mi
pequeño violín. Nos acompañaba el señor Bonifacio Arqque, asistente de mi
abuelo tanto en sus tareas de pirotecnia como en la música, porque era
quenista. Yo no sabía dónde íbamos. Salimos de nuestra casa en Santiago y
caminamos hasta el barrio de Santa Ana, donde había una gran fiesta.
La
gente estaba tomando, riendo, conversando, lo habitual en un festejo popular. Nosotros
entramos rápidamente al templo, y ahí me topé con un contraste enorme entre la
alegría desbordante que reinaba en el exterior y el silencio de la iglesia, la
oscuridad, porque dentro solo había velas, y el frío. También era diferente la
actitud de la gente: miraban con un aire místico la imagen de un Cristo
caído, lleno de sangre. Mi abuelo alistó los instrumentos, y nos rodearon unas
personas mayores, todos hablaban en quechua y, una vez listos, comenzaron a
tocar y cantar. Yo estaba desubicado, no entendía qué pasaba, pero trataba de
seguir con mi violín esas melodías, que me parecían diferentes. Las señoras tenían
unas voces potentes, y la música con el canto hacían que la figura de Cristo
pareciera aún más dramática.
Después
me enteré de que era la fiesta del Señor del Cabildo, que se celebra cada 2 de enero
en la parroquia de Santa Ana. Fue el momento en el que accedí a una dimensión
distinta de la música, la música como un medio de interacción con la divinidad.
No era una música festiva, no importaba agradar a los oídos de un público, se
trataba de ofrecer algo a una fuerza del más allá.
Aquella
experiencia me marcó profundamente e influenció las decisiones que tomé más
tarde como músico y como antropólogo. La antropología iba a ayudarme a entender
ese episodio, que era muestra de una experiencia social más amplia, en la que
se inscribe nuestra historia como cusqueños y peruanos. Por eso dediqué mi
trabajo de investigación a la música religiosa en quechua. Mi propósito era
entender la importancia de esta música en la actualidad como medio para acceder
a la divinidad.
No soy creyente, pero tengo una gran sensibilidad por ese despliegue emotivo a través de la música, por la capacidad de las personas de generar belleza por un sentimiento muy íntimo, que se exterioriza y toma la forma del arte, en este caso de la música.
¿Cuál es la relación entre la música y la antropología?
La
música es una práctica social. No existe por sí sola, es resultado de
reflexiones e interacciones en la sociedad, y siempre se inserta en un contexto.
Por eso la música es inevitablemente un objeto de interés para la antropología.
En
mi caso concreto, me enfoqué en la música como parte del catolicismo popular
andino, distinto del catolicismo solemne institucional de la Iglesia. Me centré
en las prácticas religiosas de las personas, con su visión propia de la religión.
Cuando escuchaba en las iglesias lecturas y sermones, pensaba cómo los
feligreses percibían los lugares y episodios bíblicos que estaban totalmente ajenos
a sus vivencias cotidianas inmediatas. Por ejemplo, me preguntaba qué les decía
el nombre del monte Sion a aquellos quienes solo habían conocido las
cordilleras andinas y los cerros circundantes, los apus a los que se
atribuye un poder especial.
El catolicismo andino está basado en unos fundamentos que vienen de afuera, pero se ha convertido en una experiencia local. Traducido en la música, nos da una sensibilidad distinta. Existe una fuerte tendencia de sintetizar la música colonial peruana como una expresión del barroco, que es una idea tentadora, pero hay mucha música de ese período que no es barroca. La tradición musical que se oye hoy, por ejemplo, en la Catedral del Cusco, es una herencia gregoriana adaptada al ámbito local, que dialogó con el yaraví y con el tiempo le cedió terreno. La antropología me ayudó a entender esta dimensión estética y social del repertorio religioso cusqueño en quechua.
¿Qué es la música tradicional cusqueña y en qué situación se encuentra hoy?
La
música cusqueña se diferencia según el contexto. La música de fiestas y danzas
religiosas es una parte de ella. Es distinta en diferentes zonas y provincias,
y se toca por diferentes motivos. No hay una “Real Academia de la Música
Cusqueña”, es algo que vive en cada uno de nosotros, y cada uno tiene un
derecho legítimo a interpretarla.
La
situación actual de la música tradicional cusqueña es muy distinta de la de
otros departamentos del Perú. En Ayacucho, por ejemplo, perdura una tradición
de gran vigor, que se basa en la guitarra ayacuchana. Es un lenguaje con el que
se expresa el sentimiento cotidiano, encarnado en el huayno ayacuchano, que no
está destinado a un turista, sino a la propia población de Ayacucho.
Y
es un punto para que los cusqueños reflexionemos, porque nuestra música se ha
reorientado fuertemente al público externo. Nos hemos convertido en grandes
promotores del sanjuanito (Ecuador) y la saya (Altiplano). Los hemos
incorporado como parte, a veces exclusiva, de la identidad musical local. Muchos
visitantes se van del Cusco convencidos de que se trata de una tradición
musical autóctona. Es una paradoja que nace del hecho de que hacemos música no
para nosotros mismos, sino por un impulso externo.
En este sentido, convendría marcar una diferencia entre la tradición y el folclore. La tradición es una práctica que obedece a una necesidad propia. Un ejemplo podría ser la fiesta de la Virgen del Carmen de Paucartambo, que los paucartambinos celebran para ensalzar su propia identidad y su veneración por su santa patrona. El folclore viene a ser una representación de esa fiesta por personas externas al contexto. Ambos espacios son legítimos, pero son diferentes. Debemos entender que somos portadores de una tradición y una cultura, no de una imagen de esa tradición.
Cuéntenos sobre sus proyectos de estudio y recopilación de la música andina.
Aparte
del estudio de la música religiosa cusqueña, a la que he dedicado el mayor
tiempo de mi trabajo y que ha sido materia de mi tesis doctoral, me he
interesado mucho por la patrimonialización de la música andina.
No
me considero especialista en la música andina en términos generales, porque
para ello debería conocer la tradición de cada pueblo de la región andina. Me
centré en lo que he podido experimentar personalmente a lo largo de estos años,
sobre todo me he detenido en aquello que algunos antropólogos definen como la
música mestiza, la que se formó a base del aporte español y con instrumentos
introducidos de Europa, mayormente los instrumentos de cuerda. La música
indígena, en cambio, usa principalmente los instrumentos de viento y percusión.
La música mestiza y la música indígena corresponden a ámbitos geográficos
distintos, la primera se interpreta en valles interandinos, y la segunda en
zonas altas.
Después
de haber hecho el trabajo sobre la música religiosa cusqueña, que me llevó
varios años y que salió publicado en Francia, me quedaban aún muchos temas sin
resolver, que se habían acumulado en el proceso. Los mismos músicos que tocan
en las iglesias, también ejecutan la música profana en contextos seculares.
Cuando estuve en Cusco en 2014, comenté a mi amigo Armando Aguayo, quien en
aquel tiempo desempeñaba el cargo del director de Industrias Culturales en la
Dirección Desconcentrada de Cultura de Cusco, la idea de crear una colección de
la música tradicional cusqueña. Más tarde retomé este proyecto en la gestión de
otro gran profesional de la cultura, Luis Nieto Degregori, y entonces la idea se
pudo concretar.
La
propuesta consistía en generar una colección permanente, que se incrementara
por lo menos una o dos veces al año con un trabajo grande, y que abarcara
diferentes provincias y contextos. Todos somos conscientes de que la región del
Cusco posee una tradición musical densa, que amerita ese tipo de recopilaciones.
El primer número de esta colección, que sirvió para darle impulso, estuvo
dedicado a la música religiosa, dado que yo ya tenía mucho material acumulado
sobre el tema. (Escuchar las grabaciones AQUÍ. Leer la investigación AQUÍ.) Así se lanzó el proyecto y comenzó a andar.
Después
se publicó el siguiente número, dedicado a los mismos músicos urbanos, pero en
el ámbito profano, interpretando huaynos y marineras en reuniones familiares,
sociales y festivas. (Escuchar las grabaciones AQUÍ. Leer la investigación AQUÍ.)
Luego
planteé otro proyecto que hablaba de un instrumento emblemático del Cusco, la
bandurria, presente a lo largo del valle de Vilcanota, entre Urubamba y
Maranganí, y también en la parte sur de la provincia de Quispicanchis y en
Canas. La bandurria es un instrumento derivado del laúd europeo, que se adaptó
muy bien a la música popular en América Latina, y en particular en los Andes. Aquí
este instrumento está relacionado con la tradición mítica sobre Tunupa, dios
prehispánico a quien la Iglesia Católica transformó en san Bartolomé. Tunupa transitó
por el lago Titicaca, y en su viaje fue seducido por dos hermanas (Quesintuu y
Umantuu), a las que se les atribuyen las características de sirenas, tales como
el canto y el sonido de la bandurria y el charango. Como señaló Teresa Gisbert,
probablemente se trata de una “traducción” del mito griego sobre las sirenas y
su adecuación al ámbito del lago Titicaca. La bandurria es un instrumento poco
investigado, pero muy notable en la tradición musical cusqueña. (Escuchar las
grabaciones AQUÍ. Leer la investigación AQUÍ.)
El cuarto y último proyecto estaba dedicado a la música en el santuario del Señor de Qoyllur Rit’i, otra tradición mestiza, que en este caso se formó sobre una base musical indígena. Como sabemos, hasta hace poco fue un santuario venerado por los pastores y agricultores de altura. Solo en las últimas décadas el mejoramiento de las vías de acceso le trajo una concurrencia mucho más amplia. En el foco del proyecto está chakiri. Más que un baile, es un paso ritual que, en un principio, estaba destinado a las deidades de la naturaleza, y luego fue incorporado en la fiesta católica. (Escuchar las grabaciones AQUÍ. Escuchar las videoconferencias sobre el proyecto AQUÍ y AQUÍ.)
¿Cuáles son sus géneros favoritos de la música tradicional cusqueña?
Los
géneros musicales con los que más he estado en contacto son dos: el yaraví y el
huayno, y son dos caras de una misma moneda. Ambos han sido documentados desde
el siglo XVII. El término “yaraví” viene de “harawi”. Según el vocabulario quechua
de González Holguín, los harawi eran “cantares de hechos de otros o
memoria de los amados ausentes y de amor y afición, y ahora se ha recibido por
cantares devotos y espirituales”. En la época inca narraban las proezas de los
gobernantes antiguos. Los especialistas que los recitaban se llamaban harawiq.
Parece que esta tradición de la rememoración por la música era tan fuerte que
la Iglesia Católica la absorbió y la convirtió en canto religioso.
El
huayno tenía una significación más festiva. El mismo González Holguín dice que
“huayñuni” significaba “bailar de dos en dos pareados de las manos” y
“huayñuyccuni” era “sacar a bailar él a ella, o ella a él, cruzadas las manos”,
es decir, se trataba de un baile de parejas. Ludovico Bertonio, en su
vocabulario aimara, dice que “huayñu” es “danza, baile o sarao”. En España del
siglo XVII sarao era una reunión nocturna de baile y festejo. Se podría decir
que ya desde aquella época el huayno era una expresión musical mestiza.
El
yaraví siempre ha sido el género que más me ha llamado la atención, tanto por
su naturaleza poética y melancólica como por el hecho de que era el menos
practicado, hoy se encuentra casi extinto. Ya no se lo oye ejecutado en un
contexto específico, aunque se emprenden esfuerzos por revitalizarlo. Mi
familia y yo hemos hecho varios conciertos dedicados a este tipo de música.
El huayno es un género que conozco bien, pero que muy pocas veces he tocado. Ahora me dije que es el momento de retomarlo, mostrando cómo debe haberse interpretado antes de los comienzos del siglo XX, en arpa y violín. El arpa y el violín son los instrumentos europeos que mejor han traducido la tradición indígena anterior, donde el violín asumió el rol de los instrumentos de viento, como la flauta, y el arpa de los de percusión.
¿Qué proyectos musicales creativos ha desarrollado en los años recientes, además de la música tradicional cusqueña?
La música tradicional es solo una parte del interés global que tengo por la música como lenguaje universal. Quiero que la música tradicional cusqueña hable por sí misma al mundo, sin ser un reflejo de estereotipos culturales. Pero también he desarrollado otros proyectos a base de violín.
Cuando
llegué a Canadá, comencé a tocar música irlandesa, porque tiene el violín como
eje, es bastante lúdica y posee paralelismo con el huayno. Es también una
música festiva, que a menudo habla de los mismos temas. Participé en algunos
grupos de música irlandesa, dando conciertos por el día de San Patricio, el
santo patrón de Irlanda.
A
partir de esa experiencia, conocí en Canadá a otros músicos, con quienes
emprendimos un proyecto más serio, que pretendía combinar diferentes
tradiciones de diversos lugares. Yo era peruano, otro músico era de Labrador,
nuestra bajista era de origen ruso, el percusionista era de Quebec. El
resultado fue inesperado: fusionamos la música rusa con la peruana, la
irlandesa, la de Europa del Este, dotándola de unos matices de punk y rock, y
con un poco de klezmer y jazz manouche. En 2017 grabamos un disco que se
presentó en el festival Canadian Music Week en Toronto, certamen que reúne
las novedades musicales del año precedente. Este proyecto incluye una canción,
llamada Micaela, que compuse hace muchos años, cuando aún era
adolescente, y que dedicamos a Micaela Bastidas. De esta manera, los Andes
estuvieron presentes en el proyecto.
Tengo
planeado retomar algunas ideas que había dejado de lado por falta de tiempo. Una
de ellas es mi interés por el raga, la música tradicional de la India, donde el
violín también tiene un rol protagónico. Es una cultura musical muy propia,
todo un universo que se basa en otras reglas, distintas de las europeas. Por
ejemplo, no hay la delimitación entre las doce notas de nuestra escala.
Siempre me ha interesado cómo el violín se adapta a diferentes culturas. Siendo un instrumento de origen europeo, forma parte de la música tradicional de Irlanda, la India y el Perú, incluido el Cusco.
¿Qué otros planes y proyecciones tiene a futuro?
He
hecho una larga pausa en mi investigación, por la lejanía geográfica con los
Andes. Ahora quiero reunir todo el legado de mi abuelo, que yo mismo he tenido
la oportunidad de grabar y registrar. Ese material incluye grabaciones
musicales hechas en reuniones familiares, en las que él tocaba arpa y, además,
sus entrevistas y fotografías. Me parece importante escucharlo no solo hacer
música, sino también hablar, conocer su universo mental, entender el Cusco en
el que vivió. Quiero convertir este archivo en una propuesta que permita, a
través de su figura y su música, entrever aquel Cusco que ya no está, el pasado
de nuestra ciudad cambiante.
Cámara:
Alberto Cavassa; entrevista, edición y transcripción: Vera Tyuleneva; fotografía
fija: Gustavo Vivanco, para Cusco Social.
El 24 de julio el concierto El Arte del Huayno se presentó también en la capilla del hotel Sonesta Posadas del Inca en Yucay, organizado por Laura Bracamonte.
Agradecimientos: Hotel Costa del Sol Wyndham Cusco.