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Este ensayo continúa nuestra serie de
publicaciones sobre el antiguo palacio inca de Qolqampata y sus metamorfosis
históricas a través del tiempo.
Desde la instalación de la república y
el fin de la agobiante dependencia de España, el Perú se abrió al mundo. Comenzaron
a llegar viajeros extranjeros de diferentes orígenes y procedencias,
principalmente de los países de Europa y de Estados Unidos, para quienes antes
las colonias españolas habían estado prácticamente vetadas. Algunos venían con
misiones diplomáticas y proyecciones empresariales de sus respectivos
gobiernos, otros llegaban guiados por un interés científico o simplemente por
una curiosidad personal, si sus recursos les permitían tales lujos.
El Cusco, que conservó a través de los
siglos su legendaria fama de la antigua capital del Imperio Inca, se volvió un
punto importante en el itinerario de esos visitantes, aunque no todos se
atrevían a lidiar con las adversidades del viaje a la sierra andina, con la
infraestructura paupérrima y los caminos precarios, heredados del vetusto
régimen colonial borbónico. Las glorias del pasado prehispánico no se habían
olvidado, muchos de los viajeros llegaban armados de conocimientos, por lo
general bastante eclécticos, sacados de crónicas españolas, buscando reconocer
en el Cusco decimonónico los palacios y templos descritos ahí. La biblia de los
viajeros ilustrados eran los Comentarios reales de Garcilaso,
para aquel momento ya traducidos a varios idiomas y reeditados en numerosas
ocasiones.
Los visitantes más inquietos se
aventuraban a los sitios arqueológicos en los alrededores del Cusco. Aquellos
que estaban más apegados a la comodidad urbana, se quedaban en la ciudad y se
limitaban a subir a Saqsaywaman y el Rodadero, para dejar un tributo de
admiración a la proverbial habilidad y sabiduría de sus constructores. En su
camino hacia la insigne “fortaleza” casi invariablemente pasaban por los restos
del palacio de Qolqampata, que se volvió uno de los atractivos más transitados
y comentados. Algo que hacía este lugar especialmente llamativo, era la
privilegiada vista panorámica que se abría desde ahí hacia el centro urbano y
todo el valle del río Huatanay. Otro detalle resonante era su atribución a los
tiempos del mítico fundador de la dinastía inca, Manqo Qhapaq, versión
difundida por Garcilaso, que había echado raíces firmes en el imaginario de los
pobladores del Cusco.
Tal vez la primera descripción de
Qolqampata, por cierto bastante seca y escueta, le pertenece al francés Paul
Marcoy, quién se quedó en el Cusco por un tiempo relativamente prolongado a
comienzos de la década de 1840:
…Se
hallaba, para comenzar, en el área del noreste, el palacio de Manco Cápac,
elevado como una acrópolis sobre la cima del cerro de Tococachi, y cuyos muros
en talud, construidos con ese tipo de aparejo que los griegos llamaban isodomo,
medían más o menos seis metros de alto. La figura del edificio era la de un rectángulo.
Una de las fachadas principales miraba hacia el Acllahuasi o Casa de las
Vírgenes, de la cual estaba separado por todo el ancho de la ciudad.
La brevedad y la poca precisión de esta
referencia podrían señalar que Marcoy solo llegara a ver el muro exterior de
Qolqampata, el que da a la plaza San Cristóbal, y no tuviera la oportunidad de
examinarlo por dentro, algo que suena probable, dado que en el siglo XIX era un
predio privado. Confirma esta suposición el plano del centro del Cusco
elaborado por Marcoy, que incluye un croquis de Qolqampata.
Aquí cabe hacer un paréntesis y decir
que Marcoy produjo varios destacados ejemplos de cartografía imaginaria, a
veces basada en observaciones superficiales y a veces, al parecer, tan solo en
descripciones verbales. Esas cualidades son propias, por ejemplo, de su plano
del Qorikancha, que no tiene similitud alguna con las estructuras existentes
del templo inca o del convento dominico construido sobre sus cimientos.
Así, su palacio de Qolqampata en el
plano del Cusco está reducido a un muro perimétrico de planta trapezoidal,
dispuesto frente a otro espacio trapezoidal que parece corresponder a la plaza
San Cristóbal. Está acompañado de la sucinta leyenda: “Palacio del Inca Manco
Capac, hoy barrio de la parroquia de San Cristóbal”. Para no restarle a Marcoy
sus méritos, hay que subrayar que fue el primero en hacer un intento, por más
limitado que fuera, de mapear sistemáticamente las construcciones y los
fragmentos de muros incas que estaban a la vista en aquel momento en el centro
urbano.
Pocos años después de Marcoy, pasó por
Cusco otro francés, François-Louis Nompar de Caumont Laporte, conde de
Castelnau, más conocido como Francis de Castelnau. A diferencia de Marcoy, un
entusiasta libreandante, Castelnau tenía en el Perú unos intereses más formales
y mejor delineados. Era naturalista y diplomático, estuvo en Sudamérica entre
1843 y 1847 en una misión oficial del gobierno francés, acompañado de un
considerable equipo de investigadores. En la parte amazónica de su viaje se le
sumó Paul Marcoy, así los caminos de los dos viajeros coincidieron en un
determinado tramo. En julio 1846 Castelnau se detuvo brevemente en Cusco. Entre
otros lugares notables, visitó Qolqampata, dejando los siguientes apuntes:
Inmediatamente
debajo del fuerte, y en una meseta en la ladera de la montaña en cuya cima se
alza, se encuentra un monumento muy curioso: el palacio de Manco-Capac, que
probablemente fue construido alrededor del año 1107; parte de sus ruinas está
hoy cubierta por edificios dependientes de la iglesia de San Cristóbal. Primero
se llega a una especie de terraza de 3 metros de altura y unos 130 pasos de
longitud. En el muro exterior, a la derecha de la puerta, se encuentra una
escultura que representa una sirena. A continuación, se sube por una escalera y
se pasa bajo una puerta estrecha para llegar a un inmenso patio cuyo muro
circundante, de unos 5 metros de altura, contiene una gran cantidad de ese tipo
de garitas de ventanas (nichos) de las que hemos hablado; al final del patio se
alzaban antaño grandes edificios de los que hoy solo quedan algunos restos.
Vemos una sucesión de muros transversales, dispuestos en cinco terrazas que se
elevan una sobre otra hasta una altura media de 2 metros. Antiguamente, estas
diversas construcciones contaban con una gran cantidad de hermosas ventanas:
solo una se conserva en buen estado. Al fondo del jardín hay un amontonamiento
de piedras de unos diez pasos de largo por seis de ancho, bajo el cual se dice
que se encuentra la entrada a un pasaje subterráneo que conduce a la ciudadela.
Este palacio ocupa un terreno muy extenso, domina la ciudad y, como ya he
dicho, está respaldado por la montaña de Sacsahuamán, sobre la que se alza la
fortaleza de Cuzco.
Aun siendo especialista en historia
natural, y no en la historia humana, Castelnau supo apreciar los monumentos de
la antigüedad sudamericana, que en Europa de aquel tiempo eran muy poco
conocidos. Tenía la noción del mítico primer dueño del palacio, Manco Capac, e
incluso anotó la hipotética fecha de su edificación, igualmente mítica. Su
descripción del sitio deja la inquietud de si en aquellos tiempos los restos de
la arquitectura inca eran más copiosos que los que se ven hoy. Al parecer, el
autor se confundió en cuanto a la ubicación del muro frontal con nichos,
colocándolo en su descripción en la parte interior del conjunto. Un valioso
dato es la mención del relieve al lado de la entrada, que representa una
sirena, conservado hasta la actualidad. Confirma la versión recurrente sobre su
origen colonial. La mención pasajera de una ventana inca en buen estado
corresponde, indudablemente, al fragmento del muro monumental en la parte
interior. El texto de Castelnau evidencia el primer esfuerzo por brindar unas
medidas, aunque aproximadas, de diferentes sectores de Qolqampata. Finalmente,
un detalle curioso, que atraviesa toda la historia del Cusco, es la tradición
sobre los túneles bajo tierra que, según se dice, conectan Saqsaywaman con
distintos puntos de la ciudad.
Aquí hay que agregar que, si bien Marcoy
vio Qolqampata algunos años antes, el escrito de Castelnau llegó primero a los
lectores franceses. Su libro Expedición a las partes centrales de
América del Sur en seis tomos se publicó en 1550-1551, mientras que
los apuntes escritos y gráficos de Marcoy vieron luz en los 1860, con más de
una década de retraso.
Otro distinguido viajero que dejó su
testimonio sobre Qolqampata era el inglés S.S. Hill, conocido por haber
recorrido muchas partes de ambos mundos: el Viejo y el Nuevo, dejando profusos
y entretenidos libros sobre sus experiencias. Según Estuardo Núñez, Hill estuvo
en Perú en 1849, y su libro Viajes en Perú y México en dos
tomos salió en Londres en 1860. He aquí lo que dice este autor sobre el palacio
inca:
Tras
ascender por una trocha empinada y sinuosa en el lado oeste de la ciudad,
llegamos a una terraza donde se encuentran los restos del palacio del primer
Inca, Manco Cápac, o así es como lo llaman, pues la veracidad de la opinión
predominante ha sido puesta en duda por varios historiadores españoles, lo que
ha dado lugar, de hecho, a curiosas conjeturas sobre el origen de la
civilización peruana. Sea como fuere, parece cierto, tras una debida
investigación, que el inicio del gobierno regular y el refinamiento de la
antigua población coincidieron con la llegada de un extranjero de alguna tierra
desconocida, quien se convirtió en su soberano aproximadamente en la época en
que Manco Cápac comenzó a reinar. Dejando a otros la discusión de estos
asuntos, solo describiré el estado actual de lo que queda de la supuesta morada
de este Inca. Esta notable reliquia de una época pasada se encuentra
inmediatamente debajo de las alturas donde se encuentran los restos de la gran
fortaleza que estábamos a punto de visitar. Consiste principalmente en un muro
de unos doce pies de altura, que se alza sobre una terraza firme, recubierto
con piedras labradas de formas y tamaños irregulares, pero encajadas entre sí
de la misma manera que las de los muros de los edificios de la antigua ciudad.
Lo que más llamó nuestra atención en el muro de la terraza fueron varios marcos
de puertas falsas, de las cuales hay no menos de siete, con la misma forma que
la puerta de entrada. Todas están construidas con gran regularidad y tienen sus
lados inclinados el uno hacia el otro en la parte superior, rematadas por un
dintel de gran longitud. En la parte frontal del muro de la terraza, cerca del
centro, hay una piedra plana, de unos dos pies y medio de alto y dos pies de
ancho, sobre la cual está tallada en relieve una figura que llamaríamos una
sirena, que sorprende al viajero por su disimilitud con todo lo que la rodea.
Tras entrar por la puerta abierta de la terraza, subimos unos escalones de
piedra que nos llevaron a un campo cultivado a la altura del muro frontal. En
el interior se encuentran enormes ruinas de antiguos edificios. Entre ellas,
los restos de una muralla de unos nueve metros de largo y dos o tres metros de
alto, cuyas piedras están colocadas con la misma exactitud que en los templos
de la parte baja de la ciudad. También se encontraban otros restos de edificios
esparcidos por la misma ladera de la colina que ascendíamos, que, aunque no
parecen tener conexión alguna entre sí, se supone que pertenecieron al
asentamiento de los primeros incas. La vista desde esta elevación ofrece una
magnífica perspectiva de la ciudad de Cuzco, enclavada entre colinas, de los
dos pueblos de San Sebastián y San Gerónimo, que atravesamos antes de entrar en
la antigua capital, uno en el medio y el otro en el extremo del valle, y de los
picos nevados de las cimas más altas de las montañas distantes.
Al igual que los dos primeros autores
citados, Hill toma como punto de partida la versión sobre Manco Qhapaq como el
primer propietario de Qolqampata, aunque expresa sus dudas al respecto a favor
de unas leyendas más difusas y nebulosas. Hill es otro quien menciona la figura
de la sirena tallada en el muro frontal. Hace su mejor esfuerzo por esbozar con
palabras la forma y la técnica de los nichos de la fachada, lo que resulta
bastante problemático sin un acompañamiento gráfico. Es el primero en mencionar
que las terrazas de la parte interior de Qolqampata, convertido en aquel tiempo
en una quinta semi campestre, eran destinadas a cultivos agrícolas. Hill
también es el primero en dejarnos una descripción coherente -muy breve, pero
reconocible- del fragmento del muro de fina mampostería ubicado en el nivel
superior del complejo, que en las décadas posteriores se volvería un ícono.
Finalmente, es el primero en reparar en la privilegiada vista que se abría
desde este punto elevado a la ciudad del Cusco y el valle circundante.
En 1851 en Viena fue impreso el célebre
libro Antigüedades Peruanas del fundador del Museo Nacional de Lima Mariano
Eduardo de Rivero y Ustáriz, en colaboración con el científico suizo Johann
Jakob von Tschudi, un primer ejercicio de descripción sistemática de monumentos
precolombinos dispersos en diferentes regiones del país y un tributo a los
primeros pasos de la naciente arqueología. En la parte final, dedicada al
Cusco, está incluido un párrafo sobre Qolqampata:
Entre
las más célebres e interesantes son las ruinas del palacio supuesto de
Manco-Capac en el declive del cerro de Sacsahuaman, sobre una especie de
planicie, en la que también se halla la iglesia de San Cristóval, que oculta
parte de estas ruinas. El extenso edificio construido según la tradición por el
primer Inca tiene terrados con murallas de tres y media o cuatro varas de alto,
y bastante largos. Se sube por una escalera, pasando por una abertura estrecha,
hasta llegar a un extenso recinto, cuya muralla tiene algunas varas de alto y
nichos, o alacenas de arriba más angostas que de abajo, cuyo destino ignoramos.
En este mismo terrado se notan en el día restos de edificios que debían haber
sido considerables y en el que se conserva una sola ventana. Se ven también
otros restos de paredes transversales sobre terraplenes. El material de estas
murallas es de un calcáreo blanco sucio.
Sea o no una casualidad, esta
referencia se acerca mucho a la de Castelnau, incluido el error que ubica el
muro con nichos al interior del conjunto. El cuarto tomo de la obra de
Castelnau, donde habla de Qolqampata, salió el mismo año de 1851, y es difícil
saber si Rivero y Tschudi habían llegado a conocer su texto con anticipación.
Un ingrediente de especial valor es la
litografía que muestra la fachada de Qolqampata, contenida en el atlas que
acompaña el texto de Antigüedades. Esta imagen llena por primera vez el
vacío visual del que adolecen las descripciones anteriores. Figura bajo el
número de lámina IL, con el siguiente comentario:
Ruinas
de Collcampata, supuesta residencia del Inca Manco-Capac y de
Huacatupac-Paullu-Inca, hijo de Huaynacapac, en la plaza de San Cristóval de
Cuzco, con el cerro de Sacsahuaman. Las paredes de los edificios y terrados son
de construcción ciclópica, y se componen de trozos de piedras calcáreas, de un
amarillo sucio a la superficie.
El grabado no podría jactarse de gran
precisión, aun así, no hay que olvidar de que se trata de un esfuerzo pionero,
probablemente la primera imagen gráfica que retrata el conjunto. Es de notar
que el artista intentó mostrar encima del muro con nichos, sobre una elevación,
los restos del recinto con la única ventana conservada. Otro detalle notorio es
la presencia en la plaza de tres bloques de piedra calados, a los que volveremos
a continuación.
El libro de Rivero y Tschudi presenta
un plano del Cusco, bastante exacto y verosímil para su época, donde sin
esfuerzo ubicamos “Collcampata, palacio de Manco Capac”, catalogado en la
sección Ruinas. Ese dibujo es una copia fiel del plano elaborado por el
cartógrafo irlandés Joseph Barclay Pentland en las décadas de 1820-1830 y
publicado en Londres en 1848. Ahí en la misma posición encontramos “Colcampata,
palacio del primer Inga, Mango Capac”. Sin embargo, salvo su ubicación al pie
del cerro de Saqsaywaman, ese gráfico no brinda mayores detalles sobre el
complejo palaciego.
Otro viajero inglés, en este caso un
estudioso con clara y definida predilección por el Perú y su historia, era Sir
Clements Markham, futuro presidente de la Real Sociedad Geográfica de Londres,
a quien se acostumbra considerar uno de los primeros académicos peruanistas
extranjeros. Markham no se contentaba con los datos recogidos ad hoc durante
sus viajes, sino contrastaba sus observaciones empíricas con las lecturas de
los cronistas, hacía un análisis histórico amplio y profundo, de vanguardia
para su época, y como resultado produjo varios libros fundamentales para la
peruanística temprana. Su recorrido por Qolqampata corresponde a su estadía en
Cusco en 1553, siendo aún muy joven, con tan solo 23 años, episodio que está
narrado en su libro de 1556 titulado Cuzco y Lima:
El 22
de marzo de 1853 subí la empinada calle que asciende el cerro de Sacsahuaman,
tan perpendicular en su ascenso que está construida en forma de escalera, y
llegué a un pequeño espacio llano, con vista a la ciudad, situado inmediatamente
debajo del acantilado escarpado sobre el que está construida la ciudadela,
donde aún se pueden ver las extensas ruinas de Colcampata que, según se dice,
fue el de Manco Ccapac, el primer Inca.
La
vista desde este punto es amplia y hermosa. La ciudad se extiende como un mapa,
con sus numerosas y elegantes iglesias elevándose sobre los demás edificios; y
su gran plaza, con el mercado abarrotado de muchachas indias sentadas a la
sombra ante pequeños montones de mercancías, o moviéndose de un lado a otro
como un ajetreado panal de abejas. Más allá se abre la extensa y fértil
llanura, con los pequeños pueblos de San Sebastián y San Gerónimo; y a lo
lejos, elevándose sobre las cordilleras que delimitan el valle, se encuentra el
pico nevado de Asungato [sic], que se perfila en brillante relieve contra el
cielo azul.
En el
promontorio donde me encontraba se alzaban las ruinas del palacio del primer
Inca. Sobre una terraza construida con piedras de todos los tamaños y formas
imaginables, encajando perfectamente unas con otras, de ochentaicuatro pasos de
largo y ocho pies de alto, se encuentra un muro con ocho nichos, similares a
los del palacio inca de Limatambo; en el centro del muro inferior, sobre una
losa cuadrada está tallada en relieve una sirena, ya muy desfigurada por el
tiempo. En uno de los vanos una empinada escalera de piedra conduce a un campo
de alfalfa, ubicado a la altura de la parte superior del muro, que tiene doce
pies de alto, formando así una segunda terraza. Al otro lado del campo se encuentran
ruinas del mismo tipo, partes de un edificio o conjunto de edificios muy
extenso. Se trata de un grueso muro de piedra, de dieciséis pasos de largo y
diez pies y seis pulgadas de alto, que contiene una puerta y una ventana. La
mampostería es impecable. Las piedras están talladas en paralelogramos, todos
de igual altura, pero de longitud variable, con esquinas tan afiladas y finas
que parecen recién elaboradas y, sin ningún tipo de cemento, encajan con tanta
precisión que ni la aguja más fina podría pasar entre ellas. Los lados de la
puerta, de amplia altura, sostienen un dintel de piedra de siete pies y diez
pulgadas de largo, mientras que otra piedra de seis pies de largo forma la
base.
Los
cimientos del edificio se prolongan al sureste por veintiséis pasos, pero están
casi completamente demolidos. Detrás de estos restos se encuentran tres
terrazas, construidas con un estilo de mampostería más tosco, similar al
empleado en los primeros muros, donde están plantados unos alisos y árboles
frutales.
Tales
son las ruinas que la tradición, desde los tiempos de la conquista, ha señalado
como restos del palacio del primer Inca del Perú.
Se dice
que escogió aquí el sitio de su residencia para poder contemplar con mayor
facilidad la construcción de su ciudad y los trabajos de sus discípulos, y
desde este punto observó el crecimiento paulatino de aquellos nobles edificios
que todavía adornan la hoy decaída ciudad de Cuzco.
Nota de
pie de página:
Una
tradición, sin embargo, lo atribuye a un período posterior y al Inca
Pachacútec. Se cuenta que un gran terremoto a principios de su reinado destruyó
Cuzco, y que erigió su palacio en el Colcampata para supervisar la
reconstrucción. La palabra Pachacútec puede traducirse como «la tierra
trastornada»; pero también puede traducirse como «el cambio de tiempo» o
«reforma»; Garcilaso de la Vega le asigna este significado superior, declarando
que este Inca lo adoptó debido a las grandes reformas en el cómputo del tiempo
realizadas durante su reinado.
Markham presta mucho mayor atención que
sus antecesores a la descripción de los restos arquitectónicos incas. Un acento
especial pone en el edificio semi destruido que constituye uno de los máximos
ejemplos de la mampostería imperial. Es notable que, en su texto principal, al
parecer escrito durante su viaje, adopta la misma versión garcilasiana sobre la
pertenencia de Qolqampata a Manqo Qhapaq. Solo en la nota de pie de página,
probablemente agregada a posteriori, duda de esa tesis y lo atribuye a
Pachakuteq.
Su volumen incluye un grabado de la
fachada principal de Qolqampata con los nichos, que se ve sospechosamente parecido
al de Rivero y Tschudi, aunque discrepa de aquella versión en algunos
pormenores. No cabe duda de que Markham haya leído minuciosamente Antigüedades
Peruanas, pues cita ese tratado con bastante frecuencia, y es muy probable
que haya sido influenciado por sus ilustraciones, consciente o
inconscientemente. Cualquier lector que conozca el muro de Qolqampata por
experiencia propia o por fotografías recientes, quedará enternecido, pero poco
convencido, por ese experimento artístico juvenil, que tiene más de un esquema
geométrico que de un registro veraz.
Hoy a disposición del público está no
solo la versión final del grabado publicada en el libro, sino, además, el
boceto original de Markham, al parecer trazado directamente en el lugar. Ha
sido digitalizado y difundido en línea por Wellcome Collection,
donde se encuentra actualmente. Ese boceto, aunque peca de los defectos propios
de un dibujo amateur, es más espontáneo y cercano al prototipo que
el grabado final. Lleva las anotaciones escritas: “Fachada del palacio de
Colcampata. Cuzco” y “Colcampata – Ruinas del palacio del Inca Paullu”. Se
notan claramente debajo del nombre de Paullu otras palabras borradas, que
parecen dar testimonio de las dudas de Markham acerca del origen del monumento.
Es el primero en sacar del olvido el nombre del Inca Paullu en relación con
Qolqampata, detalle que menciona en el texto de su libro.
Markham guardó el afecto por el Perú y
su antigüedad a lo largo de toda su vida. Llegó a retomar el tema de Qolqampata
casi seis décadas después, siendo ya anciano, en su célebre libro Los
Incas del Perú de 1912, que denota un manejo mucho más hondo de la
materia y recoge los avances de los estudios que se dieron en el período
transcurrido:
El
príncipe Paullu fue con Almagro a Chile; después, uniéndose a Vaca de Castro,
fue bautizado como Don Cristóbal, y se le concedió el palacio con vista a
Cuzco, llamado Colcampata, al pie de la fortaleza. Había sido construido por el
gran Inca Pachacuti y fue su morada. En el extremo occidental de su fachada se
erigió la pequeña iglesia de San Cristóbal, como capilla para el príncipe inca.
En la parte posterior estaba el campo sagrado de maíz que solían cosechar los
jóvenes caballeros después de la fiesta del Huarachicu. Aquí Paullu vivió y
murió, viendo la destrucción total de su país y su gente. Aquí nacieron y
crecieron sus hijos, Don Carlos Inca y Don Felipe Inca, Carlos vivió
tranquilamente con su esposa española y fue respetado como jefe por los
numerosos parientes incas en sus diferentes ayllus. Así, un hijo del gran Inca
Huayna Ccapac hizo tratos con los invasores y vivió tolerándolos en el antiguo
palacio que dominaba la ciudad de Cuzco, mientras que el otro (Manco) mantuvo
valientemente su independencia en la fortificada Vilcapampa.
Aquí en torno del monumento
arquitectónico se esboza todo un contexto, donde Paullu es la figura más
perfilada. Markham reafirma, esta vez ya con toda convicción, el origen de la
edificación en el reinado de Pachakuteq y hace referencia a los ritos agrícolas
profusamente descritos por Garcilaso.
En otro pasaje de su libro dice lo
siguiente:
Carlos
Inca, antiguo condiscípulo del Inca Garcilaso, había sucedido a su padre, el
príncipe Paullu, en el palacio de Colcampata, y estaba casado con una española
nacida en Perú, llamada María de Esquivel. Queda poco del palacio, pero es un
lugar muy interesante y está estrechamente vinculado con los últimos días de
los incas.
En lo
alto de la ciudad, desde donde se disfruta de una extensa vista delimitada por
el pico nevado del Vilcanota, y al pie de la empinada subida a la fortaleza, se
encuentra el espacio abierto frente a la pequeña iglesia de San Cristóbal. En
el lado norte estaba el palacio. La terraza con revestimiento de piedra aún
luce un muro construido con piedras de diversos tamaños que encajan perfectamente
unas con otras. Tiene setenta y cuatro yardas de largo y dieciséis pies de
alto. En este muro hay ocho nichos a distancias iguales, que se asemejan a
puertas. Son muy poco profundos para usarse como refugio: solo dos pulgadas y
media. No podrían haber sido utilizados como puertas, ya que es un muro de
contención. Solo un vano es una puerta. No parece probable que hayan sido
detalles meramente ornamentales. Creo que estos nichos contenían emblemas
sagrados o reales de algún tipo. El punto es interesante, ya que existen muros
exactamente iguales en los palacios de Chinchero, Limatambo y Yucay.
El
tercer nicho desde el oeste es una puerta que conduce a una escalera estrecha y
empinada. Sobre ella hay una plataforma, ahora un campo de maíz, a la altura
del borde superior del muro con nichos, que antaño fue un jardín que conducía
al palacio y lo enmarcaba. Los restos del palacio son ahora de muy pequeña
extensión. Consisten en un muro de mampostería trabajada de manera admirable,
de cuarenta pies de largo y diez pies y medio de alto. Las piedras están
bellamente talladas en paralelogramos perfectos, todas de la misma altura, pero
de longitud variable, encajando perfectamente entre sí. El muro contiene una
puerta y una ventana. Los lados de la puerta sostienen un dintel de piedra de
casi ocho pies de largo, mientras que una piedra de longitud similar forma el
umbral. La ventana está a casi 6 pies del suelo, 2 pies y 3 pulgadas de ancho y
2 pies y 8 pulgadas de alto. Los cimientos y partes del muro se extienden por
65 pies; detrás hay tres terrazas plantadas con árboles frutales, hasta la base
de la empinada cuesta, en cuya cima se alza la ciudadela.
El
palacio fue obra del gran Inca Pachacútec en la época en que remodelaba la
ciudad. (Nota de pie de página: Se atribuye al mítico Manco Cápac. La
mampostería y el estilo de la construcción demuestran que esto es imposible).
Imaginando, podemos reconstruir el palacio a partir de estas ruinas, con su
acceso a través del muro de contención, sus hermosos jardines y terrazas, su
larga fachada de mampostería perfectamente ajustada, y su gran salón, que según
Garcilaso se encontraba intacto en su época. Pachacútec lo llamó Llactapata y
deseó ser enterrado allí. El término más moderno, Colcampata, pudo deberse a
que posteriormente se instalaron allí unos graneros (colcas).
Aquí
residía Carlos Inca con su esposa María de Esquivel, como la cabeza de aquella
rama de su familia que se había sometido a los españoles. Sus parientes,
expulsados de sus hogares en la ciudad, vivían en los suburbios y los pueblos
vecinos. El Inca recibía con frecuencia sus visitas y parece haber mantenido
una corte algo melancólica. Carlos era el depositario de un gran secreto. El
tiempo entre el momento en que se detuvo el envío del rescate de Atahualpa
debido a su asesinato y la llegada de Pizarro a Cuzco, fue aprovechado para
ocultar en secreto el vasto tesoro que aún permanecía en Cuzco y sus
alrededores, que ascendía a millones. Incluía la gran estatua de oro que era
el Huauqui del Inca Huayna Ccapac y, por supuesto, nunca fue
encontrado. Fue una gran suerte para Carlos Inca que los españoles
desconocieran el secreto, o que él fuera su depositario. Se dice que, en una
ocasión, cuando su esposa lo reprochaba con su pobreza, Carlos la condujo, bajo
promesa de silencio, con los ojos vendados, al lugar oculto, y la dejó sin
aliento al revelarle tan vasto tesoro. Yendo al exilio, Carlos le transmitió el
secreto a un sucesor.
Este texto, mucho más analítico e
interpretativo que el primero, absorbió las novedades recopiladas en el
transcurso de más de medio siglo por otros viajeros: con toda certeza de
Squier, y tal vez también de Wiener y Middendorf. La historia del tesoro fue
narrada por Squier, volveremos a ella a continuación. Aquí por fin Markham
aclara el argumento a favor de su teoría sobre Pachakuteq como creador de
Qolqampata: su arquitectura es de una técnica tan avanzada y perfecta que no se
podría atribuirla a los albores del Estado Inca, sino a los tiempos de su
apogeo. También es curiosa y original su versión sobre los nichos como
depósitos de objetos sagrados o insignias reales. Una teoría llamativa, pero
que no recibió posteriormente confirmación alguna, es la antigua denominación
del lugar como Llactapata. Si bien es cierto que existen menciones históricas
del lugar llamado Llactapata donde fue venerado el cuerpo de Pachakuteq después
de su muerte, la ubicación de ese sitio aún sigue siendo materia de arduos
debates, y Qolqampata no figura como una opción en esa discusión, por la
ausencia de pruebas.
Entre los años 1863 y 1865 estuvo
transitando por el Perú el diplomático e intelectual estadounidense Ephraim
George Squier, uno de los viajeros más prominentes, quien dejó tras de sí un
notable legado documental. Sus apuntes están compilados en el libro Perú:
Incidentes de viaje y exploración en la tierra de los Incas, editado en
Nueva York en 1877. Squier venía al Perú leído y preparado, con una noción
previa de lo que iba a encontrar. Como muchos visitantes anteriores de la
Ciudad Imperial, rindió tributo a Qolqampata como a uno de sus principales
atractivos:
En lo
alto de la falda o ladera (de la montaña de Saqsaywaman), justo en el punto
donde la pendiente se vuelve tan pronunciada que casi imposibilita el ascenso,
se encuentra una serie de elaboradas terrazas, sostenidas por muros ciclópeos y
ornamentadas con nichos, llamadas Colcompata [sic] o Terraza de los Graneros.
Se dice que fue aquí donde el primer Inca, Manco Cápac, fundador del Cusco,
construyó su palacio, del cual aún se conservan algunos fragmentos: una puerta,
una ventana y un pequeño tramo de muro, con algunos cimientos, aunque
insuficientes para permitirnos trazar un plano completo de la estructura. Aquí
había fuentes de agua; el sitio, ahora ocupado en parte por la iglesia y la
plaza de San Cristóbal, dominaba no solo toda la ciudad, sino todo el valle del
Cusco. Las terrazas estaban rellenas de la tierra más rica, aún famosa por su
fertilidad, y el conjunto era, y sigue siendo, majestuoso en su ubicación.
Los
Incas eran líderes de una gran nación que dependía de la agricultura. Para
demostrar su respeto por el arte que constituía la base de su Estado, para
elevar y dignificar el trabajo, solían iniciar aquí con sus propias manos las
temporadas de siembra y cosecha. Con pompa y ceremonia, al llegar la época de
siembra y celebrarse las festividades correspondientes, el propio Inca se
dirigía a las terrazas del Colcompata y, con una piqueta de oro, comenzaba a
romper la tierra; y cuando las cosechas de maíz y quinua maduraban, volvía al
Colcompata y recogía las primeras mazorcas. Las cosechas provenientes de aquí,
cultivadas bajo la supervisión directa del Hijo del Sol, eran consideradas
sagradas y, al igual que las semillas de la sagrada isla del Titicaca, se
distribuían para ser sembradas en las tierras dedicadas al Sol en todo el
imperio. Con tal esmero, se enseñaba al pueblo que la beneficencia de su deidad
se perpetuaba a través de sus hijos, y de esta manera se los inducía a
admirarlo, por intermedio de los Incas como personificaciones de su bondad y
misericordia, así como de su poder.
Si bien, la parte descriptiva de Squier
es bastante modesta, en esta cita trasluce una acuciosa lectura de Garcilaso,
con los pormenores sobre los rituales celebrados en este lugar. Aunque causa
cierta molestia el error en el nombre del monumento (posiblemente una falta de
imprenta), es digna de atención la referencia a su etimología, que antes
quedaba sin explicación alguna.
Squier estaba muy interesado en el
término quechua intihuatana y en los lugares conocidos bajo
ese nombre. Cabe decir que en el siglo XIX su acepción en la región del Cusco
era un tanto distinta a la que es habitual oír hoy. Era de conocimiento común
su significado literal en quechua: el lugar donde se amarra al sol. Bajo ese
nombre en aquellos tiempos era conocido el sitio arqueológico de Pisac, junto
con el cerro en el que está ubicado, pero había también otros intihuatanas en
la zona. Así, Squier menciona uno de ellos en las inmediaciones de Qolqampata:
Otro (Inti-huatana),
tallado en roca caliza, existe en los márgenes del Rodadero o Tullamayo, cerca
del pie de las terrazas del Colcompata, en Cusco.
A qué hito exactamente se refería
Squier en esta frase, y si sigue existiendo hoy, no está claro. No falta en su
texto la habitual referencia a la sirena tallada en piedra, nombrada en una
misma lista con otros relieves de edificios cusqueños:
Hay
algunas figuras parecidas a grifos, etc., en el patio de una casa en la Calle
del Triunfo, y la llamada “Sirena” montada dentro de la pared de la terraza de
Colcompata; pero las considero modernas.
Uno de los pasajes más llamativos de
Squier alude a los tesoros escondidos por los últimos incas en alguna parte
entre Qolqampata y Saqsaywaman:
En un
manuscrito del Museo Británico, del cual tengo una copia, encontré registrada
una curiosa historia sobre los supuestos tesoros de Sacsahuaman, contada por
Felipe de Pomanes, quien dice:
“Es
bien sabido y reconocido que en esta fortaleza del Cusco hay una bóveda
secreta, en la que se guarda un vasto tesoro, pues allí se colocaron todas las
estatuas de los Incas labradas en oro. Y hoy vive una dama que estuvo en esta
bóveda, llamada doña María de Esquivel, esposa del último Inca, a quien he oído
describir cómo llegó allí y lo que vio. Fue así: esta dama se había casado con
don Carlos Inca, quien no tenía los medios suficientes para mantener el estatus
del gran personaje que realmente era, y doña María lo desdeñaba [el cronista
dice algo peor], porque la habían engañado casándola con un indio pobre bajo el
pretexto de que era un gran señor e Inca; y repetía tan a menudo este reproche
que don Carlos una noche le dijo: "¿Quieres saber si soy tan pobre,
miserable y desdichado como tú crees? ¿Quieres saber si soy pobre o rico? Si es
así, ven conmigo, y verás que poseo más riquezas que cualquier señor o rey del
universo. Y doña María, movida por la curiosidad, consintió en que le vendaran
los ojos —algo tan poco habitual para una mujer— y en seguir a su indignado
señor, quien la guió dando varias vueltas, y luego la tomó de la mano y la
condujo a una sala. Allí le quitó la venda de los ojos, y ella se vio rodeada
de tesoros incalculables. En nichos de las paredes había muchas estatuas de
todos los Incas, tan grandes como mozos de doce años, todas de oro fino, además
de innumerables jarrones de oro y plata y lingotes de los mismos metales, y en
conjunto era una riqueza que convenció a la dama de que allí se encontraba el
tesoro más grande del mundo.”
El
cronista no nos cuenta cómo se comportó doña María con su señor posteriormente;
lamentablemente ignoramos si consiguió sonsacar a Don Carlos Inca una estatua
de sus antepasados o un lingote de oro. Pero el cronista sí afirma que no se
debe presumir que un autor de tal juicio y carácter como Felipe de Pomanes
mintiera, aun si fuera posible que una dama del carácter y la reconocida virtud
de Doña María de Esquivel fuera culpable de tal cosa. Lo único que puedo decir
es que, si la cámara secreta en la que entró aún no ha sido encontrada y
saqueada, no sería por falta de excavaciones, pues dudo que haya un solo pie de
la tierra de Sacsahuamán que no haya sido removido una docena de veces. Había
hombres constantemente ocupados allí durante toda nuestra estancia. Quizás
nuestra visita impulsó la búsqueda de riquezas o tesoros, la cual, si me lo
preguntaran, yo constataría ser la principal ocupación del pueblo peruano. El
tiempo, el trabajo y el dinero que se han gastado en excavar y desmantelar
antiguos edificios habrían permitido construir un ferrocarril de un extremo al
otro del país, proporcionar muelles a los puertos y, lo que es mucho más
necesario, alcantarillas a las ciudades.
La leyenda asciende supuestamente a un
manuscrito semi apócrifo del cronista Felipe de Pomanes. Probablemente se trata
de Los Notables del Perú, obra nombrada y citada por algunos
autores coloniales, pero jamás estudiada o publicada. El relato está
protagonizado por don Carlos Inca, hijo de Paullu, y por su esposa, María de
Esquivel, lo cual nos induce a localizar los sucesos entre su residencia en
Qolqampata y Saqsaywaman. El argumento es una constante en la cultura oral del
Perú, lo encontramos desde las Tradiciones Peruanas de Palma (Tesoro
de Catalina Huanca) hasta las Memorias de Luis E.
Valcárcel, donde una trama similar aparece en relación con los tesoros de Mateo
Pumacahua.
Es de sumo valor el legado gráfico de
Squier. Llevaba consigo una cámara fotográfica y tomó las primeras fotos de
Qolqampata, mostrando su estado ruinoso a mediados del siglo XIX. Se trata en
total de seis imágenes conservadas, de ellas tres estereoscópicas y tres
simples, los negativos de todas ellas se guardan en el archivo de Smithsonian
Institution en Estados Unidos.
Tres fotos muestran, bajo distintos
ángulos y a diferentes distancias, la fachada principal con los nichos. Se ve en
ellas la plaza de San Cristóbal sin pavimentar, con piso de tierra, llena de
cascajo y malas hierbas. Aún no existía en aquel tiempo el dintel de esquinas
redondeadas que corona hoy el ingreso principal. A los dos lados de la puerta
el muro frontal es considerablemente más alto de lo que vemos hoy. El bosque de
eucaliptos que en la actualidad cubre el horizonte no está en esas fotos, el
terreno se ve limpio y despejado, y detrás de Qolqampata se perfila con
claridad el cerro de Saqsaywaman.
Las otras tres tomas documentan el
fragmento del muro con la puerta y la ventana trapezoidal, que existe hasta el
día de hoy. Lo retrata por ambos lados. Al parecer, aún se conservaban mayores
segmentos de los cimientos incas, hoy desaparecidos o enterrados. Al fino muro
prehispánico estaba adosado otro muro, claramente de factura posterior, de
piedra rústica y adobe, que debe haber incorporado el antiguo recinto en una
estructura colonial o republicana. Este detalle hace muchos años que ha
desaparecido, y las fotos de Squier son una valiosa y rara evidencia de su
existencia.
A pesar de la baja calidad de las fotos
y los serios daños que han sufrido los negativos, son documentos invaluables
que permiten ver estado en que se encontraba el conjunto en aquel momento.
En el libro de Squier no fueron
incluidas las fotos originales sino dos grabados hechos a partir de ellas. El
primero representa uno de los nichos escalonados de la fachada principal, el
otro muestra la parte frontal del muro fragmentado con puerta y ventana. Ambas
ilustraciones, sin ser groseramente imprecisas, guardan respetuosa distancia de
los originales, exhibiendo ante el espectador una versión edulcorada de ruinas
pintorescas, tan de moda en pleno auge del romanticismo europeo. En ambos
casos, para marcar la escala de las construcciones, el artista introdujo en las
escenas a unos nativos bucólicos en calidad de accesorios. El efecto estético
está logrado, pero desde el punto de vista documental, las imperfectas y
maltratadas fotografías que habían servido como base invisible para los
grabados, guardan un valor infinitamente mayor.
Un mérito indudable de la labor de
Squier es el trazado del plano actualizado del Cusco, ejecutado con relativa
precisión. Squier se planteó la misma tarea que Marcoy: delinear los edificios
antiguos dentro del patrón urbanístico moderno, pero el resultado en este caso
es incomparablemente más fiable. Entre otros edificios históricos, Squier hizo
un plano grosso modo de Qolqampata. Aun siendo un segmento
ínfimo del mapa general, este croquis del conjunto es el primer ejercicio
cartográfico que refleja en cierta medida su verdadera configuración.
Recordemos que la visita de Squier a
Cusco debe haber ocurrido en 1864, pero que su libro con el plano en cuestión
salió de imprenta trece años más tarde. Mientras tanto, el gobierno peruano
publicó en 1865 el monumental Atlas Geográfico del Perú, preparado
por Mariano Felipe Paz Soldán que, entre otros posibles fines, debía servir de
ayuda a los viajeros domésticos y extranjeros. En él está incluido un “Plano de
la fortaleza de Sacsahuaman”, en el cual con la letra “S” está marcado el
“Palacio de Manco Capac sobre una mesa de la colina”, y con la “T” la “Iglesia
de San Cristóbal edificada sobre una parte del Palacio de Manco Capac o
Collcampata”. Basta con una mirada rápida para entender que ese dibujo
topográfico está lleno de carencias. Todo Qolqampata aquí se resume en dos
pequeños rectángulos, encajados el uno dentro del otro. La leyenda del mapa
constata tristemente: “En todos los planos de la ciudad del Cuzco esta
fortaleza está mal representada”. Frente a tal bienintencionado pero deficiente
experimento gráfico, el plano del Cusco y de Qolqampata hecho por Squier, que
vio luz en la década siguiente, se presenta como un importante progreso.
Mientras el libro de Squier se
materializaba en el seno de la imprenta, entre los años 1876 y 1877, el Cusco
recibió a un nuevo visitante ilustre, Charles Wiener. Austríaco de origen pero
residente en Francia, llegó a Perú por encargo del gobierno francés y aprovechó
la oportunidad para hacer una gran gira por los Andes. Su apreciación de
Qolqampata, tratado con lujo de detalle por los viajeros anteriores, se limita
a esta breve y seca nota:
El
antiguo palacio de Ccolcampata, que la leyenda atribuye al sexto inca, es de
una estructura menos perfecta, indicando una época de transformación de la gran
técnica a procedimientos más fáciles.
Lo interesante es la atribución del
palacio al reinado del sexto Inca y no del primero. Aunque Wiener no menciona
el nombre, según la lista comúnmente aceptada, debe ser Inca Roqa. No se sabe
dónde recogió Wiener esa versión que discrepa radicalmente de la habitual.
El libro de Charles Wiener Perú
y Bolivia, impreso en París en 1880, contiene numerosas ilustraciones. Al
igual que en el libro de Squier, son grabados. A diferencia del estudioso
estadounidense, Wiener para documentar su viaje no hizo uso de la emergente y
aún muy costosa y laboriosa técnica fotográfica, sino empleó el más tradicional
método de apuntes gráficos de campo, a los que luego dio forma un artista
profesional. Aunque en la mayoría de los casos los lugares dibujados son
reconocibles, el grado de precisión deja mucho que desear. Así, la fachada
principal de Qolqampata con los nichos se reconoce apenas. En el camino del
boceto al grabado, las hornacinas han perdido sus proporciones y su forma
trapezoidal, y la singular mampostería inca quedó despojada de sus emblemáticos
contornos.
Si bien, el propio palacio no le causó
a Charles Wiener grandes impresiones, su espíritu aventurero y su amor por los
misterios atrajeron su mirada a unos bloques de piedra de extrañas formas,
instalados en la plazoleta de San Cristóbal, y a las leyendas urbanas que
circulaban en torno de ellos. Son las mismas que aparecen en la litografía de Antigüedades
Peruanas de Rivero y Tschudi en 1851. A estas enigmáticas piedras el autor
francés dedica sendos párrafos en su texto:
Delante
de la iglesia de San Sebastián (confunde los nombres de San Sebastián y San
Cristóbal), a ambos lados de la puerta, hay dos bloques de granito esculpidos,
uno de los cuales es antiguo y el otro español. El primero, según la leyenda,
servía para las ejecuciones capitales que tenían lugar delante del palacio
incaico de Colcampata, que formaba el segundo lado de la pequeña plaza ante la
iglesia. Según la leyenda, se metía la cabeza del condenado, acostado boca
abajo, en la abertura circular practicada en la piedra; luego se pasaba, por
encima del cuello, un cubo de madera que llenaba exactamente el vacío entre su
nuca y el plano superior de la abertura cuadrada que coronaba a la primera,
después de lo cual se tomaba al sentenciado por las piernas, y haciéndosele
pasar violentamente por encima de la piedra se le rompía la nuca. Este
instrumento, empleado para las grandes ocasiones, era objeto de un gran respeto
mezclado del temor supersticioso que se guarda siempre a aparatos de semejante
jaez. El misionero apostólico comprendió de inmediato las ventajas que podía
significar para el respeto de la cruz que difundía. Se sirvió así del temor
supersticioso propio de ese lugar de suplicio y de la forma de tal patíbulo.
Levantó la iglesia de San Sebastián detrás de esta antigua piedra, y mandó
labrar una segunda para que hiciese juego con la primera. Solo que redujo en el
trazo calado de su obra escultórica la abertura horizontal oblonga, de manera
que el dibujo que apareció haciendo juego con la pieza auténtica, tuvo la forma
de una cruz, destinada a compartir el respeto que el indio manifestaba hacia el
sombrío aparato de los soberanos jueces autóctonos.
Como veremos a continuación, esta
macabra leyenda seguía viva en las décadas posteriores, y se repetía una y otra
vez con coloridas variaciones de los suplicios y tormentos que supuestamente
padecían las desdichadas víctimas. Wiener describió y dibujó dos piedras, pero
en total los bloques de esta forma en la plaza de San Cristóbal hoy son tres, y
en aquel tiempo eran cuatro.
La siguiente figura en nuestra lista es
Ernst Middendorf, ilustre intelectual alemán, quien encontró en el Perú su
segundo hogar y su verdadera vocación. Médico de profesión, abocado durante
gran parte de su vida, desde 1855, al ejercicio de su oficio en Perú,
Middendorf siempre mostraba un vivo interés hacia la historia y arqueología del
país, y especialmente hacia el estudio de sus lenguas nativas. En el campo de
registro y análisis de esas lenguas dio algunos de los primeros aportes precoces,
que posteriormente sentaron bases de la lingüística andina. Hacia el final de
su vida y carrera, gozando de una situación económica más holgada, pudo
recorrer de manera sistemática muchas regiones peruanas, y entre marzo y mayo
1888 estuvo en Cusco. En su libro Peru: Observaciones y estudios del
país y sus habitantes durante una permanencia de 25 años, publicado en
1893-95, habla de Qolqampata con gran reverencia:
La
parte más antigua de la ciudad estaba situada al pie del Sacsahuaman, y se
afirma que allí, sobre una terraza, estuvo la casa de Manco. Esta terraza en la
falda del cerro, sobre la cual se localiza ahora la pequeña Iglesia de San
Cristóbal y desde donde se contempla toda la ciudad, se llamaba Collcampata,
nombre que todavía conserva. Los muros de un antiguo palacio que existen aún en
este sitio no son los restos de la residencia del primer Rey, sino que
proceden, a juzgar por sus piedras finamente talladas y unidas con esmero, de
un tiempo muy posterior.
Nota de
pie de página:
Collcampata
es una expresión del idioma aimará, contracción del Collcana pata:
la terraza del granero, la plaza para almacenar, llamada así, probablemente,
por un depósito, que los Incas construían de preferencia en laderas secas.
Al igual que Markham, Middendorf
cuestionaba el origen temprano del conjunto, apelando a la avanzada calidad de
su arquitectura. Dado su fuerte interés por el aspecto lingüístico, repara en
la etimología del nombre. A continuación, desarrolla más al detalle sus
observaciones:
Dos
caminos conducen de la ciudad a la colina: por la parte de enfrente una
empinada senda, que sube a las cruces del Calvario, y un cómodo camino de
herradura que pasa por el valle del Tullumayo y conduce directamente a la
portada. Si se toma el primero de estos caminos, se cruza por lo pronto la
parte más alta de la ciudad, donde las calles se hacen cada vez más empinadas y
se transforman finalmente en escaleras, que conducen a la terraza de
Collcampata. Esta se llama actualmente Plazuela de San Cristóbal, por la
pequeña iglesia construida en ese lugar. Esta plazuela está situada más o menos
a 50 metros sobre la Plaza Mayor, y es indudablemente el punto que ofrece el
más bello panorama de la región. La vista sobre la ciudad es tan libre y
completa como desde la cumbre del cerro y, por la corta distancia, todo se ve
con mayor claridad. Como ya estamos allí, antes de seguir adelante, haremos una
breve visita a las ruinas que están sobre la terraza de Collcampata. Ya no
existen ni vestigios de la casa de Manco Cápac que, según la leyenda, se
encontraba allí, y se ha conservado únicamente el nombre del lugar que se
remonta a ésta. El Palacio, del que todavía existen ruinas, fue residencia del
Inca Paullu, hijo de Huayna Cápac, quien tuvo que acompañar a Almagro en su
expedición a Chile. La zona llamada Collcampata desde tiempos remotos, es una
plataforma algo inclinada hacia el valle, en la ladera del Sacsahuaman, formada
por tres gradas o terrazas. La de más abajo, o sea la plazuela sobre la que
está la iglesia, está limitada en dirección al cerro por un muro de diez pies
de altura, que sirve de sostén a la segunda terraza. Este muro ha sido
construido con piedras irregulares, como ocurre en las más antiguas
construcciones incaicas, y en el que se abren nichos y una puerta, todos ellos
de la forma característica, es decir más estrechos arriba que abajo. La portada
está en el centro del muro, y a ambos lados se encontraban cuatro nichos, el
último a la derecha se ha derrumbado junto con el muro. Desde la puerta sube
una escalera a la segunda terraza, de 170 de ancho, por 90 pasos de fondo, y
que ahora es un campo de cultivo. Le sigue en dirección al cerro otra terraza
de sólo 102 pasos de ancho y 30 de fondo. Está ubicada a más o menos 6 pies por
encima de la segunda, y separada de ésta por un muro más bajo. En el extremo
oeste de este muro se encuentra la parte más interesante de las ruinas, que
aparece en la lámina 27: un trozo de una pared de piedras finamente labradas y
perfectamente unidas, provisto de una puerta y una pequeña ventana. Estos son,
probablemente, los restos a que se refiere Garcilaso. Desde allí se tiene una
hermosa vista sobre el valle del Huatanay, y ante la mirada aparece en la
ladera derecha, justamente al frente, la iglesia de Santa Ana y las casas del
arrabal del mismo nombre. Este valle se llama Sapi, en la lengua de los
nativos.
Nota de
pie de página:
Las
palabras collca: el depósito, y pata: grada, plaza,
pertenecen con la misma significación tanto al idioma quechua como al aimará,
pero su unión en collcam-pata, es de acuerdo con la declinación
aimará; pues collcam es el genitivo sincopado, o sea collcana
= collcan', en el cual la n final transmutó en m,
delante de la p. Si la expresión se hubiese formado del quechua,
habría sido collcap patan. Esto nos conduce a dos conclusiones: o
bien los primitivos habitantes del Cuzco eran Collas, o el idioma de los
primeros Incas ha sido la lengua de los Collas, o sea el aimará. En la
introducción de nuestra obra sobre los Idiomas Nativos del Perú hemos
comprobado que la última afirmación corresponde a la realidad.
Aquí encontramos una excursión
lingüística aún más minuciosa que en los párrafos anteriores. El fragmento del
muro con puerta y ventana está descrito a conciencia, y se pone énfasis en su
valor arquitectónico e histórico.
Middendorf llevaba en sus viajes una
cámara fotográfica y unas placas de vidrio. Dominaba el oficio de fotógrafo,
hacía las tomas personalmente, y a veces con la ayuda de un asistente. En su
narración hay múltiples menciones de esta práctica, que le traía tanto momentos
felices como frustraciones. Su libro Perú luce abundantes
fotograbados, y dos de ellos provienen de Qolqampata. Uno muestra el fragmento
del edificio de fina mampostería, con puerta de doble jamba y ventana. Aquí,
mirando con atención, se puede ver la misma extensión del cimiento al lado
derecho y el muro de adobe adosado, detalles que aparecen en las imágenes de
Squier un cuarto de siglo antes. La segunda imagen es la vista panorámica del
Cusco desde la terraza de Qolqampata. Ambas fotografías han sido visiblemente
retocadas para la publicación, aun así poseen un gran valor documental.
Middendorf no llegó a elaborar su
propio plano del Cusco, sino que tomó prestado el de Squier, con los
respectivos créditos.
El testimonio dejado por Middendorf
precede por diez años un cambio radical en el destino del predio denominado en
aquella época “quinta Colcampata”. En 1898 la propiedad fue adquirida por el
acaudalado comerciante italiano, César Lomellini, quien hizo una serie de
reformas sustanciales en su nueva residencia semi campestre.
En 1905 llegaba a Cusco otro renombrado
intelectual alemán instalado en Perú, Max Uhle. Es habitual nombrarlo como uno
de los fundadores de la arqueología profesional peruana. Llegó aquí con un
bagaje de conocimientos acumulados en el Viejo Continente y una amplia
experiencia de investigaciones arqueológicas en la costa del Perú. Sin embargo,
en aquel viaje al Cusco no condujo excavaciones, más bien, dejó un valiosísimo
temprano registro fotográfico. Los clichés fotográficos de Uhle y sus apuntes
relativos a ellos se conservan en el Instituto Iberoamericano de Berlín, donde
fueron examinados por Annika Buchholz. Los resultados de ese estudio están
expuestos en el libro Cusco Revelado, editado por Andrés Garay. De
estos apuntes se hace claro que Uhle había leído el libro de Squier y venía con
la idea de verificar la fiabilidad de sus datos e imágenes gráficas.
Siendo extremadamente metódico y
meticuloso, Uhle anotaba en su libreta el tema de la foto, la hora cuando fue
tomada y varios detalles técnicos adicionales. Gracias a ello, sabemos no solo
la fecha cuando tomó las vistas de tal y cual lugar, sino también la hora
aproximada. Así, se puede afirmar con certeza que estuvo en Qolqampata el 10 de
febrero de 1905, pasado el mediodía.
Uhle tomó en Qolqampata tres
fotografías, o al menos son tres las que se han conservado en la colección
berlinesa. Una de ellas muestra la cruz de piedra en medio de la plaza San
Cristóbal y, detrás de ella, el ya clásico muro inca con las hornacinas mirando
la plaza. La fachada parece dar muestras de un mayor cuidado en manos de la
familia Lomellini: el borde superior del muro está más despejado de la maleza
que en las imágenes tomadas por Squier, y se ve que su perfil ha sido nivelado
para darle una línea uniforme. Para ello, habrían bajado las partes prominentes
del muro que antes flanqueaban la entrada al segundo nivel. Hoy ya no se puede
saber de qué antigüedad eran esos fragmentos desaparecidos: si eran partes del
muro prehispánico original o unas añadiduras tardías.
La segunda foto parece ser tomada desde
la angosta terraza que bordea la fachada del palacio La vista cubre parte de la
plaza y la fachada de la iglesia de San Cristóbal. Si bien, las dos imágenes
antes descritas carecen del elemento humano, la tercera es una “foto social”.
En la puerta de la iglesia desfilan alegremente unos niños del barrio, mientras
un hombre, al parecer el propio Uhle, posa al lado de una de las piedras
talladas que tanto habían intrigado a Charles Wiener. Lamentablemente, este
negativo está seriamente dañado, y no permite apreciar todos los pormenores.
En aquel mismo viaje, Uhle esbozó su
propio plano del Cusco, basado en gran medida en el plano de Squier. El palacio
de Qolqampata cartografiado por Uhle es prácticamente idéntico al dibujado por
Squier, aunque Uhle parece haber omitido el diminuto garabato con el que Squier
había señalado el resto del muro inca con la puerta de doble jamba.
En 1905, el mismo año en que Uhle tomó
las fotografías en cuestión, salió publicado en Lima un curioso y muy
informativo libro, titulado El Cuzco y sus ruinas, de autoría
de Hildebrando Fuentes, que combinaba unas extensas estadísticas regionales con
apuntes históricos y literarios sobre paisajes, monumentos y costumbres de la
gente de la región. A diferencia de todos los autores arriba citados, Fuentes
era peruano. Jurista, político, pedagogo e intelectual, había llegado a
desempeñar por un breve tiempo el cargo de prefecto de Cusco, y guardaba por
esta tierra un aprecio especial. Aquí cabe decir que los viajeros nacionales,
en su mayoría comerciantes o funcionarios del Estado, tenían muy poca
preocupación por documentar los sucesos de sus travesías para la posteridad. Fuentes en
este sentido era una notable excepción. En su recorrido por los atractivos
arqueológicos cusqueños, Qolqampata ocupa un lugar honorífico:
Los
primeros de todos los palacios fueron los de Ckolcampata, o sea, los de
Manco-Cápac y Sinchi-Roca, hoy elegante residencia del distinguido comerciante
italiano don César Lomellini. Actualmente no existe sino la fachada, y en el
interior un pedazo de muro con una puerta en perfecto estado de conservación.
La fachada tendrá unos sesenta metros de extensión y se halla colocada sobre un
muro de piedras de granito, al estilo incaico, de la misma construcción que
aquélla. Tiene la puerta mayor a un costado, en la cual el actual propietario
se ha dado el gusto de hacer el dintel con una piedra arqueada en los extremos,
lo que no corresponde, por cierto, a la época de los Incas. Al lado izquierdo
de la puerta hay dos garitas, y cinco a la derecha, especie de nichos largos y
estrechos, enclavados en el muro. Estas garitas servían a los centinelas que
custodiaban la tranquilidad del monarca. Si en esos momentos hubiera estado al
pie de las ruinas de Egipto, y no de las del Tahuantisuyu [sic], habría creído
que esas garitas eran otras tantas tumbas perpendiculares a la tierra. Encima
de la fachada crecen las espinas y la maleza. ¡Qué Inca hubiera podido
imaginarse que esta antiquísima fachada, hoy en ruinas, habría de servir de
portada a la residencia de un súbdito italiano de buen gusto! Estos palacios
están sobre la plaza de San Cristóbal. Al frente de la vetusta iglesia hay unas
piedras horadadas, enclavadas en tierra, que el vulgo se imagina que son de los
tiempos incaicos y que sirvieron de cepos. Mas no es posible aceptar semejante
cosa: 1º porque los huecos tienen la forma de curvas y circunferencias, cuyas
líneas no usaron los antiguos en sus horadaciones; y 2º, porque estos llamados
cepos en nada se parecen a los descubiertos en el Intihuatana (Pisac), que
aparecen en el fotograbado respectivo, y que son de origen auténtico. En el
centro de la solitaria plazoleta hay una cruz, sobre una gradería de piedras
incaicas. Quiero ver en ella toda una alegoría: la religión cristiana echando
raíces en el corazón de la barbarie incaica.
Un dato importante aquí es la
aclaración sobre el origen del dintel curvo de la entrada principal. Fuentes
declara expresamente, al parecer con pleno conocimiento de la materia, que fue
mandado a hacer por César Lomellini. Menciona la persistente leyenda sobre las
piedras horadadas en las que “el vulgo” seguía viendo instrumentos de tortura,
y se pone a refutar esta versión. Entrar en debates con la tradición urbana es
una tarea poco grata, pero así lo exigía su posición de hombre ilustrado de
aquella época. Como antiguos dueños de Qolqampata nombra no solo a Manqo Qhapaq
sino, por alguna razón, también a su hijo Sinchi Roqa, extendiendo así la lista
de los monarcas que hipotéticamente habitaron aquí. Finalmente, atribuye a los
nichos o “garitas” la función de alojar a los centinelas del palacio,
interpretación que echó raíces y que se oye en San Cristóbal hasta el día de
hoy. Su libro incluye una foto del muro con la portada inca, donde aquel ya se
ve despejado de construcciones tardías adosadas, seguramente fruto de
intervención del nuevo propietario de la quinta.
Entre los viajeros que han dejado sus
impresiones sobre Qolqampata, un caso excepcional es el de Zoila Aurora
Cáceres, periodista, escritora y activista peruana. Es excepcional, en primer
lugar, porque se trata de una mujer viajera, algo que no era frecuente en
aquellos tiempos patriarcales. En segundo lugar, nos topamos con la mirada de
una personalidad creativa, para quien la prioridad es el efecto poético y no el
registro científico. Zoila Aurora visitó Cusco a comienzos de 1917, aunque su
libro sobre el viaje, titulado La Ciudad del Sol, tardó diez años
en salir publicado. Para ella, la antigua capital inca era una especie de meca
espiritual, concepto que se popularizó muchos años después. Sus extensas y
emotivas reflexiones sobre Qolqampata ocupan todo un capítulo, que inicia con
la comparación entre el Cusco y la Antigua Roma y discurre en una elegía a la
edad de oro perdida, en la que se perciben unos destellos que anticipan la
literatura indigenista:
Con el
recogimiento piadoso de un Fray Angélico, en un día que la boira se esparcía en
el campo de la ciudad del Sol, evocadora de la antigua Roma, subí por el camino
empinado de un montículo cuzqueño: "¡Colcampata!" ¡La ruina de
belleza emotiva! La Sion del paganismo incaico donde se levantó la mansión que
era Templo y el Templo que era mansión del hijo de la Divinidad; Real alcázar
del Gran Inca Manco Ccápac, fundador del Imperio. De pronto, la primera
impresión no es halagadora; la aspereza de la ruina muestra descarnado el
esqueleto de los grandes bloques de piedra, sin relieves, ni dibujos, ni trazas
que por ellos haya pasado buril alguno que denuncie la inspiración de un Miguel
Ángel. Solo se puede admirar la sed de inmensidad del arquitecto cuzqueño, que
tuvo el inconmensurable aliento faraónico.
* * *
El azul
del profundo cielo que se ahonda atrae la mirada hacia lo alto y por lo bajo la
ciudad incaica se aplana, ajena a la locomoción moderna, con la solemnidad de
lo eterno, ante la invocación del sagrado mito. Tupida arboleda, más inclemente
que los siglos, forma monte y extiende sus raíces carcomiendo los cimientos del
Palacio; son árboles destinados por el utilitarismo mercantil a convertirse en
leña. ¡Ay dolor! ¡Cuánta indiferencia, cuánto desdén! ¡Abruma el abandono de
tanta belleza, cuanta en el apartado Cuzco se esconde! Las ruinas del Palacio
de Manco-Ccápac, como la escondida Apadana de Darío, hablan el lenguaje
centenario de su historia; diríase, heraldos portentosos de la grandeza del
magnífico Inca rebelde, invencible. Una muralla de piedra, formando bloques,
circunda el cerro, a manera de gigantesco Coliseo: la piedra pulida y ajustada,
sin dejar intersticio alguno, constituye un muro de sobriedad emocionante, que
a ser alto recordaría la desnudez trágica penitenciaria. Este muro esconde una
parte de la morada imperial, circundando el montículo, con la solidez
perdurable del Coliseo de la dulce Verona, cuya luna bañó los idilios de los
amores adolescentes que cantó el bardo inglés de las sublimes tragedias. En
Colcampata, como en Verona, reina un ambiente cálido de poesía, sutil y
apasionada, mezcla de romanticismo y de luchas sangrientas; mas por la casa de
Manco Ccápac no pasaron gladiadores sedientos de sangre, ni fieras destinadas a
despedazar la musculatura del luchador; allí estuvo la guardia imperial de
heráldica apostura: los nobles incas luciendo la gaya indumentaria oriental y
los plebeyos descalzos; por allí pasaron las literas empenachadas, con los
plumajes extravagantes traídos desde lejanos montes; los soldados imperiales
custodios de la real morada y la servidumbre esclava.
* * *
El
primer andén del montículo queda protegido por un zócalo de piedra que lo
oprime sólidamente evitando derrumbes; incrustados, aparecen los nichos o
garitas de escasa profundidad, imitando puertas, las que se repiten en todas
las construcciones incaicas, por lo que se puede suponer que sirvieron de
motivo decorativo al mismo tiempo que utilitario, pues tienen la regularidad
simétrica de un dibujo que ornamenta la base de Colcampata. A este andén sigue
otro, más elevado; así continúan superpuestos, conservando apenas la traza de
la armonía arquitectónica de lo que tal vez fue atalaya de amor o planicie
perfectamente cortada y aplanada en la que el propietario ha formado un monte
cultivado. En uno de los andenes que por su amplitud parece espaciosa terraza,
subsiste aún un pórtico de piedra pulida con el amor de los siglos. Allí yacen
algunos bloques desquiciados, único resto de las habitaciones del Inca. Al lado
de la portada erguida y de los magníficos bloques que incitan a la añoranza,
aparecen las habitaciones modernas de pobre construcción, interrumpiendo la
placidez del ambiente romántico, que aman las almas solitarias. Allí, en la paz
de la colina, en el verdor de la fronda, ante la placidez del panorama,
interrogué a las almas vegetales, si habitando la somnolienta colina de
Colcampata no desaparecen los delirios pasionales, los anhelos atormentados del
espíritu moderno, en la solemnidad apacible de la ruina.
* * *
En los
andenes, todos simétricos y ordenados, se ven, aquí y allá, paredes de piedra
que permanecen levantados como un vestigio de la amplitud y soberbia solidez
del trabajo incaico. El agua serpentea, sube o baja, empapando la colina,
revelando un ingenioso sistema de irrigación a base de enormes estanques, que
lo mismo que antes, se utilizan hoy. Una terraza, más amplia que las otras, se
encuentra enteramente cubierta de un tupido césped: brinda al reposo cual
sumiso tapiz smirniano; allí se respira el aire libremente; se goza del
ambiente con más amplitud que en las otras; desde allí se avisara el cielo
inmenso y las crestas de las colinas cercanas. Este lugar donde solo se
apercibe un paisaje de alturas, debió ser el preferido por Mama Occllyo [sic],
dulce encarnación de la matrona amante, que amparaba a los niños; maestra de
las delicadeces de la aguja y de los primores de los finos cendales. ¿Fue este
paraje halagador el preferido por la benigna soberana? De su alma de mujer
ningún vestigio ha quedado, ninguna huella, ninguna reliquia, ante la cual la
cuzqueña moderna pueda invocar a la madre del Imperio; como su obra de amor fue
impalpable, derribóse frágil, delicada, al choque rudo de los años, que sólo
resiste la piedra que se mantiene perdurable en la vida ancestral. Anochecía
cuando me alejé de la ruina soberana de Colcampata, centinela monstruo de
nuestra nobleza sepulta con el sudario de la inconmovible piedra. Me alejé
supersticiosa, ahuyentada por las sombras, de ese centinela que es una ruina,
de esa ruina que, si hablase, nos diría: "Los peruanos del Imperio del Sol
se descalzaban antes de pasar mis umbrales; los de hoy, descubrid vuestras
cabezas y hablad quedo, no despertéis al fundador del Imperio; el alma
histórica del Perú duerme aquí".
La percepción poética de esta autora
marca una distancia abismal con la óptica respetuosa, pero fría y terrestre de
los viajeros eruditos. Se puede criticarla por un descuido de la historicidad,
pero su apreciación intuitiva seduce al lector con su frescura imaginativa y
espontánea.
Concluyendo este ensayo, hay que notar
que hasta aquí hemos visto Qolqampata a través de los ojos de los visitantes
externos. Ahora toca decir algunas palabras sobre la imagen de Qolqampata que
iban construyendo los propios cusqueños para guiar y orientar a los viajeros en
la época del incipiente turismo, cuando la noticia sobre Machu Picchu despertó
un entusiasmo masivo en torno del Cusco y los incas.
A mediados de la década de 1920 fueron
publicados dos libros-guías del Cusco, pertenecientes a dos renombrados
intelectuales locales de los cirulos indigenistas de la Universidad de San
Antonio Abad. (Un ensayo anterior, dedicado especialmente a los primeros
libros-guías del Cusco, se puede leer aquí.) La
primera de estas publicaciones fue El Cuzco histórico y monumental:
monografía de la ciudad imperial (1924) de José Gabriel Cosío Medina,
literato y pensador antoniano. Este libro dedica a Qolqampata las siguientes
líneas:
A
doscientos pies de la plaza, al norte de la ciudad y al pie de la colina de
Saccsaihuamán, se halla esta parroquia, en el antiguo barrio incaico llamado
CCOLCCAMPATA, señalado como el palacio del primer Inca Manco Kccápacc, cuya
personalidad no es histórica. Según Markham, su nombre primitivo fue LLACTA
PATA (Sobre el pueblo) y fue mandado edificar y reformar por Pachacútec, que
mandó que su cuerpo fuese enterrado en ese palacio.
Después
de la conquista, este palacio se le dio para residencia al Inca Paullu, hijo de
Huaina Kccápacc, en premio a su leal adhesión a los españoles, pues acompañó a
Almagro en su viaje a Chile, y a Gonzalo Pizarro en la expedición a Vilcabamba,
para sacar de esas sierras al Inca Manco. Muerto Paullu en 1551, habitó en ese
mismo palacio Sairi Thúpacc, sobrino de éste, después de su capitulación con el
Virrey Andrés Hurtado de Mendoza, Marqués da Cañete. Allí se bautizó el hijo de
Carlos Inca, hijo de Paullu, apadrinando por el Virrey Toledo, que ascendió a
Ccolccampata, y allí estuvo prisionero el último Inca de Vilcabamba, Thúpacc
Amaru, antes de ser decapitado en la plaza del Cuzco en 1572.
La
actual iglesia la mandó edificar, sobre parte del terreno que ocupaba el
palacio de Ccolccampata, el Inca Paullu, en recuerdo de su conversión al
cristianismo, y le puso el nombre de Cristóbal, porque así se llamaba el
Gobernador Vaca de Castro, su padrino de bautizo en 1543, aunque, según
Garcilaso de la Vega, lo fue el padre de éste, capitán español del mismo
nombre. Hoy es una apartada parroquia, generalmente silenciosa y triste.
Sus
restos. Al llegar a la placita, cubierta de musgo, se ve primeramente, hacia el
Saccsaihuamán, un muro de piedras desiguales de diverso tamaño, de doscientos
pies de largo por dieciséis de alto, a cuyo largo hay ocho nichos o alacenas.
Este muro sostenía una terraza que formaban los jardines del palacio. Los
nichos, que son del parar de un hombre, sirvieron, según Markham, para guardar
las insignias reales, lo que no convence. Parecen más bien puestos de
centinelas. Se cuenta que, cuando murió Paullu Inca en Ccolccampata, varios
centinelas Incas se pusieron a guisa de guardianes en esos huecos, y que cuando
les preguntaron los españoles el motivo de esta actitud, contestaron que lo
hacían para evitar que se roben el cadáver del Inca.
Cerca
de la puerta actual del templo se ven cuatro piedras clavadas, casi de las
mismas proporciones, horadadas por su base y con aberturas a lo largo y alto,
en forma de cruz imperfecta. El vulgo dice que eran lugares de tortura, en las
que los condenados eran atrozmente descoyuntados poniéndoles la cabeza en el
agujero inferior y los pies en las aberturas superiores. Parece que esas
piedras fueron colocadas posteriormente, pues en tiempo de los Incas la plaza
actual era un galpón amplio y techado, en que se celebraban las fiestas en los
días de lluvia. Garcilaso vio todavía ese galpón, casi intacto. La puerta de entrada
a Ccolccampata, sobre el andén descrito, protegida hoy por una reja, es de
factura incaica. En el interior de la finca no queda sino un muro, de fina
sillería, de cuarenta pies de largo por diez y medio de alto, con una puerta y
una ventana. Parecen los restos de una larga gradería que miraba hacia los
jardines. Hoy conserva su nombre de Ccolccampata, y es propiedad del señor
Lomellini, que lo conserva y cuida. La parroquia se denomina de San Cristóbal y
fue erigida en tal en 1560 por el Licenciado Polo de Ondegardo.
Este resumen, bien aderezado de datos
históricos, denota un gran esmero en el dominio de la historiografía disponible
para aquella fecha. Cosío cita especialmente a Markham, cuyo libro de
1912, Los Incas del Perú, había sido traducido al español y se
había impreso en Lima en 1920, aunque Cosío no está de acuerdo en todos los
aspectos con las conclusiones del sabio inglés. Por ejemplo, rechaza su versión
de que los nichos de la fachada de Qolqampata eran depósitos de emblemas reales
y defiende la tesis de que eran refugios de centinelas, explicación ya recogida
antes por Hildebrando Fuentes. Argumenta esta suposición con el episodio tomado
de Cristóbal de Molina el Almagrista, quien cuenta cómo, a la muerte de Paullu
Inca, sus allegados cercaron el palacio para proteger a su familia.
No está muy claro de dónde proviene la
mención del Inca Sayri Tupaq como uno de los dueños de Qolqampata. Según los
datos existentes, al salir de Vilcabamba, Sayri Tupaq se instaló con su familia
en Yucay. Además, ambos incas de la época post-conquista, y sus respectivos
linajes, no se llevaban bien entre ellos, existiendo entre ambos una explicable
rivalidad.
Aquí también se ha filtrado la leyenda
sobre las piedras-cepos, que por lo visto había ganado gran popularidad entre
la población de San Cristóbal y se seguía repitiendo con distintos matices y
con demostraciones didácticas ante los aterrados visitantes.
La descripción de Cosío resalta la
grandeza pasada del palacio y la contrasta con su taciturna apariencia en el
siglo XX como parte de una parroquia “triste y apartada” frente a la plaza
“cubierta de musgo”, que tiñe el lugar de un color romántico y melancólico. Su
libro contiene también una fotografía del monumental protón inca, que para
aquellos años ya se había convertido en un emblema visual del Cusco antiguo.
El segundo de los mencionados libros es
la Guía histórico-artística del Cuzco, de autoría de otro ilustre
cusqueño, José Uriel García, que salió el año siguiente de 1925. Con temáticas
tan similares y fechas tan cercanas, es de esperar que mucha información en
ambas publicaciones sea repetida, sin embargo, cada uno posee una marcada
personalidad propia. He aquí lo que dice Uriel García sobre Qolqampata:
Al
norte de la histórica plaza cuzqueña existen numerosos restos de la
arquitectura de los incas, siendo el más importante Colccampata. Estas
construcciones se encuentran al pie de Sachsa-huamán, sobre la meseta que ocupa
el templo de San Cristóbal, sede de la parroquia de su nombre. Los restos que
quedan son: Un andén o muro contensor sobre el que se desarrolla la fachada del
edificio, en una extensión considerable, y algunos fragmentos en los
interiores, restos de las antiguas viviendas. Lo más importante, por su alto
valor arqueológico, constituye la fachada, donde hay siete nichos o aberturas
murales de poco fondo y de una altura de más de dos metros y de un ancho
suficiente como para que pueda caber sólo un hombre. Cada uno de estos nichos
tiene un adintelado o especie de marco tallado de las mismas piedras que los
forman. Estos nichos, por la forma como están distribuidos, parece que eran
destinados para la observación, puesto que ocupan una posición dominante y
vertical. En el interior de este edificio, que hoy es la residencia del
comerciante italiano señor Lomellini, hay un fragmento de una antigua
habitación, el que conserva una puerta de entrada y una ventana, siendo esta
una de las excepciones entre las ruinas de todo el Cuzco. Se notan aquí,
además, cimientos de varias habitaciones y un andén. El estilo de esta ruina es
distinto al de los muros del exterior, anteriormente mencionados. Revela que es
de construcción posterior a aquellos. El estilo de la muralla de afuera es de
un corte arcaico, que puede servir de modelo para comparar otras ruinas
semejantes y de la misma época. Es tradición popularizada que Colccampata fue
la residencia del inca fundador, Manco Capacc. Posteriormente a aquel soberano,
Colccampata vino a ser como el granero del Cuzco, pues en sus aposentos, que
debieron ser enormes, se depositaban todos los granos de las cosechas en
colccas o depósitos especialmente hechos. Sobre la explanada o plazuela
delantera se realizaban también las fiestas agrícolas, como las de la cosecha y
de la siembra, en las que tomaba parte principal el inca. Cuando los españoles
conquistaron el Perú, esta antigua vivienda incaica fue la residencia de uno de
los últimos descendientes de los incas: Paullu Inca, quien desempeñó papel
importante en la historia de los veinte primeros años de la conquista. Este fue
el que fundó a su costa la iglesia que se encuentra a un lado de aquellas
ruinas, llamándola de San Cristóbal, en honor del patrón de su nombre. Después,
fue residencia del inca de Vilcabamba, Sairi Tupacc, a quien se le dio, cuando
capituló con el virrey Mendoza y convino en renunciar a su señorío de la
montaña y a hacerse bautizar, viviendo cristianamente entre los españoles.
En el texto de García tiene un peso
mayor la parte descriptiva, mientras el contexto histórico juega un rol
secundario. A diferencia de Cosío, recuerda los pasajes de Garcilaso sobre los
ritos agrícolas e incursiona en el significado del topónimo Qolqampata. Repite
la misma versión que da Cosío sobre la presencia en el palacio del Inca Sayri
Tupaq, lo cual indica que en la década de 1920 era una teoría recurrente.
***
Aquí termina nuestro recorrido.
Indudablemente, indagando más en los escritos de la época, se podría seguir
completando esta antología con otros textos y materiales gráficos. Eran muchas
las figuras ilustradas, famosas o desconocidas, que peregrinaron en esa era de
curiosidad geográfica y sed de nuevas experiencias por las calles de la capital
inca, resaltando Qolqampata como uno de los puntos más señalados de su
itinerario.
En las décadas siguientes, cambia el
perfil de los viajeros y visitantes que vienen al Cusco. Por un lado, se
cristaliza el fenómeno del turismo, desplazamiento masivo de personas con fines
de recreación, movidas por el deseo de cambiar de entorno, ampliar su horizonte
y experimentar nuevas emociones. Por otro lado, se consolidan las ramas
académicas especializadas, en primer término, la arqueología y la historia, que
van suplantando los relatos de exploración de naturaleza general. Se queda en
el pasado la época de intrépidos exploradores y sabios eruditos, expertos en
todos los campos a la vez, con su vocación de revelar al mundo los misterios de
tierras lejanas (¿lejanas de qué?). Para Qolqampata, para el Cusco y para el
mundo inicia un nuevo ciclo vital.
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